Ayer me descubrí temblando al
intentar zurcir una blusa. Me acordé de usted. Siempre temblaba. Siempre, desde
que me acuerdo.
Me gustaba llegar los domingos de
visita y a usted le gustaba que mis hermanos y yo llegáramos. Yo tendría ocho años cuando usted me pedía,
con las manos temblorosas, que ensartara el hilo en la aguja; después se
sentaba así, con las piernas temblorosas, a coser en su máquina Singer. Yo la
veía tan bonita con su mandil a cuadros y su trenza larga y gris, envidiaba
mucho su trenza, por eso no dejaba que mi mamá cortara mi cabello, lo quería
tener largo como usted. Me gustaba entrar en su cuarto e imaginar cuántas cosas
tenía guardadas en su ropero, me encantaba el riesgo que significaba que usted
me encontrara abriendo los cajones pequeñitos de su máquina. Esa máquina está
en casa de mamá y ahora la usa mi hermana menor, ¿se acuerda de ella?
Hay Yaya, ¡se fue tan pronto!
Cuando tenía doce años descubrí por qué siempre temblaba. Don Parkinson se
adueñó de su cuerpo y después invitó a su amigo Alzheimer. Antes nunca lo supe,
de golpe dejé de verla alta y ágil y se fue encorvando, no sabía si era que yo
crecía o que usted se iba haciendo pequeñita, después supe que ambas cosas
pasaron. Ahora tengo su misma estatura y más o menos su complexión. Me recuerdo
viéndola salir de la cocina, yo parada en las escaleras del corredor largo y
frío y usted saliendo de la cocina, en mis recuerdos más añejos la veo
caminando rápidamente para continuar con la labor, en los últimos que tengo de
su estancia en esa casa la veo, primero, agarrando la pared y después sosteniéndose
con un bastón, por último en andador. Esos señores que visitaron su cuerpo
fueron inclementes con usted.
Las imágenes que me asaltan nunca
vienen en orden cronológico. En un momento, la recuerdo sentada a la cabecera
del comedor, en la cocina grande y bonita que hizo mi tío para usted,
calentando tortillas con mi Yiyo a su mano derecha, tío Miguel y sus hijos
estaban sentados a la mesa, también tía Mary y sus hijas, también mis hermanos
y yo. No me explico cómo es que cabíamos tantos en ese espacio, no concibo cómo
es que tenía tanto amor para tantos nietos.
Ahora que soy mayor me da pena
que se fuera cuando yo era tan pequeña, cuando yo no sabía qué curiosidades me
iban a invadir en un futuro, me da pena que se haya ido antes de irse. A mis
catorce años me tocaba hacerle compañía por las tardes después de la escuela.
Entonces me enteré que, cuando mis tíos mayores eran pequeños, usted tenía
gallinas. A veces me confundía con tía Reina y me pedía que cuidara a los niños
que lloraban. Entonces ya no vivía en la casa grande sino en una pequeña que
tía Rosy alquiló para tenerla más segura. Entonces se sentaba en un gran sillón
reclinable y tenía en su cuarto una cama de agua para que no le salieran
llagas. La casa era tan pequeña que, en sus momentos de lucidez, me decía que
se sentía encerrada. La sala-comedor era del mismo tamaño de lo que era su
cuarto en la casa grande, ya no había una ventana en la que se pudiera sentar a
coser, ya no podía coser. Entonces se sentaba junto a mí toda la tarde,
entonces ya se había ido. Entonces yo no
sabía que quería saber de su vida, yo no sabía que quería que usted recordara
cosas para que me las contara. Entonces usted ya no sabía recordar.
No recuerdo cuánto tiempo estuve
con usted por las tardes pero sí recuerdo que usted se fue un día que no la
acompañé. Durante un tiempo me sentí culpable de su partida. No voy a mentirle
diciendo que fue mucho, sólo fue un poco pero fue doloroso. Recuerdo que fue
muy doloroso.
Ahora me veo en el espejo y
siento que me parezco a usted. ¿Recuerda que mi madre tiene un lunar de canas
en el frente de su cabeza? Usted también tenía uno que, a pesar de que su
cabeza se fue poniendo blanca, brillaba más que las demás canas. Yo también
tengo el mío nuevecito, jovencito, que me hace recordar que llevo su sangre en
la mía.
Vivo en una casa que me recuerda
a usted porque es grande y tiene muchas plantas verdes, como en su casa.
También tengo un árbol de limón como el que usted tenía en el centro de su
patio trasero y del que salían aguas tan deliciosas. A veces en mi cuarto hay
un aroma a iodex que me recuerda el aroma de su cuarto en la casa grande.
Ahora me llevo la vida viviendo y
recordando porque siento que sin recordar no podría vivir. Todos los días
recuerdo algo de alguien. Sé que he tenido vivencias maravillosas a mis casi
veinticinco años y que me faltan muchas otras por vivir. Cada día recuerdo algo
diferente, de una época cualquiera, de un lugar distinto entre todos los que he
estado. Tengo la ilusión de tener nietos si es que algún día puedo tener hijos.
Tengo la esperanza de que mis nietos encuentren a una abuela jovial y alegre, fuerte
como usted lo era antes de que los señores la secuestraran. Me hace mucha
ilusión sentarme con mis nietos hipotéticos y contarles historias, de esas que
me he aprendido y que me aprenderé, de esas que he vivido y que viviré. Tengo
la esperanza de recordar, siempre recordar.
Imagino, a veces, que usted se
daba cuenta de lo que sucedía y prefería seguir pensando que vivía un momento
que no existía más. Me gusta imaginar que de repente se cansó de hacer todo por
todos y decidió hacerse atender. Admiraría mucho que así hubiera sido.
Tengo que decirle, Yaya, que tengo miedo. Tengo miedo de esos señores que se la
llevaron a usted. Nada me asusta más que la visita de esos hombres, ni si
quiera la muerte me asusta tanto como olvidar todo lo que he aprendido. Ayer
que me descubrí temblando, el miedo me hizo temblar más. Pero también me hizo
acordarme de usted. Le pido que desde donde esté abogue por mí para que esos
señores no me visiten nunca y no secuestren mis recuerdos. Le prometo que yo
mientras pueda, mientras mi memoria quede, la voy a recordar.