1.1.11

Tranquilidad

Hoy me siento tranquila.
Hace algunos años estuve perdidamente estupidizada de un hombre que no correspondía; contrario a lo que muchas personas harían en ese caso, mi comunicación con él no se perdió e incluso nos hicimos buenos amigos. Ese hombre llegó a la ciudad hace tres semanas. Por cortesía le di hospedaje. Los primeros días todo fue muy bien, la línea del respeto a la amistad quedó bien delimitada y todo marchaba sobre ruedas. Con el paso de los días fueron aflorando esas cosas que no me gustaban de él, pero fui tolerante. Soporté que tuviera tiradero en mi habitación, que no tendiera la cama, que ensuciara hasta negro mis toallas blancas, le hacía favores que me pedía, le subía café por las mañanas, pero si por alguna razón, yo decía que no a algún favor que él pidiera, entonces me acusaba de ser una mala vibra y de ser una amargada y tener odio en mi corazón. Él no comprendía que cuando me conoció tenía yo dieciocho años y que mi carácter se ha ido forjando con el paso del tiempo y con las experiencias.
Anoche, después de que regresé de la cena de año nuevo con mis amigos, fui a buscarle porque se quedó con mis llaves, me pidió que lo acompañara a cenar, le expliqué que me sentía agotada después de dos semanas de trabajo sin parar y que quería ir a dormir pronto, contestó que no tardaríamos mucho. Su cena la sirvieron antes de la una de la mañana, terminó de cenar y llegaron unos amigos suyos, se iba el tiempo y mi desesperación por el cansancio crecía y crecía.
A las tres de la mañana se decidió a entregarme mis llaves. Me fui a mi casa y le dije que si no llegba detrás de mi y yo me acostaba a dormir ya no saldría de la cama.
Cuando subió a la habitación comenzó a reclamarme, que con qué derecho me sentía de decirle esas cosas,que era yo una amargada, que él no tenía porque pagar los platos rotos, que él no tenía la culpa de que yo estuviese cansada, y una larga lista de argumentos más.
Sólo le expliqué que nadie es perfecto y que para poder señalar los errores de los demás es necesario aceptar los propios. Con todo y el cansancio que yo tenía, él pretendía que siguiera discutiendo.
En el punto de la desesperación le dije que tenía razón, que no tenía porque pagar las culpas de nadie más y que si no le gustaba cómo era yo, ya sabía lo que había que hacer.

Hoy por la mañana abandonó la habitación con su maleta al hombro y sin dirigirme una palabra.

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